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E

n los expedientes tramitados a raíz de la legislación sobre pensiones al final de los años setenta se ha comprobado la existencia de una serie de víctimas mortales, ejecutadas en fechas o lugares indeterminados («Croniquillas», 21/12/16). Dichos documentos fueron consultados por colaboradores de la Asociación de Salamanca por la Memoria y la Justicia (ASMJ) que solo retuvieron los datos que permitían la identificación de las víctimas y a veces dejaron de lado la información relativa a su entorno. Desgraciadamente, a día de hoy una parte de tales expedientes resulta inaccesible, por haberse traspapelado en el Archivo Municipal de Ciudad Rodrigo (AMCR, Exp. Viudas / Huérfanos).
Durante la guerra y la postguerra también hubo personas foráneas represaliadas o familiares suyos que vivieron este particular “exilio interior” en Ciudad Rodrigo. Entre ellas se cuentan dos figuras de nombre conocido, que, por añadidura, estuvieron relacionadas, directamente o a través de su entorno: Fernando Arrabal Terán, escritor que no necesita presentación, y Dolores Cejudo Belmonte, con sus cinco hijos. Fernando Arrabal es hijo adoptivo de Ciudad Rodrigo, población por la que él mismo dice sentir una particular predilección, como en 2008 recordó en la ceremonia celebrada en el Teatro Nuevo (06/09/2008), que desde entonces lleva su nombre. Allí aprendió «a leer, contar y amar», según sus propios términos (Silvia G. Rojo, El Norte de Castilla, 07/09/2008), entre 1936 y 1940, debido a las repercusiones de la persecución de su padre, Fernando Arrabal Ruiz. Este joven teniente del Ejército, por no adherirse a la sublevación contra la República el 17 de julio de 1936 en Melilla, fue detenido, procesado y condenado a muerte. La pena capital le fue conmutada por la de reclusión perpetua (30 años) en 1937. Para entonces ya había iniciado una penosa peregrinación por varias cárceles franquistas (empezando por Ceuta), en una de las cuales fue a Ciudad Rodrigo (quizá recluido en el antiguo cuartel de Sancti-Spíritus, donde hubo oficiales republicanos presos, pero es dato sin comprobar, pues en el Archivo Municipal solamente se tiene acceso a los expedientes de detenidos y presos en la cárcel del partido judicial). La inmundicia de los locales y el régimen carcelario daría su fruto amargo en la prisión de Burgos, donde el militar republicano contrajo (o fingió, según su hijo) una enfermedad mental, que lo llevó al hospital, de donde, en pijama (como solían vestir a los enfermos propensos a la fuga en los sanatorios psiquiátricos), escaparía en pleno invierno (21/01/1942) por campos cubiertos de nieve, según una versión que no excluye la aplicación de una variante de la saca carcelaria. La odisea de este militar, su trágico y misterioso destino final, el papel que tuviera la esposa de ideas opuestas, han marcado sin duda la trayectoria vital y artística de su hijo y homónimo, sometido, como tantos otros huérfanos, por un lado al suplicio añadido de la culpabilización de las víctimas, con el corolario de la falta de reconocimiento y el olvido dentro de su propia familia, y por otro lado a una incesante carrera en la búsqueda de las huellas del padre perdido.
(Para detalles, Domingo Pujante González, «Ceremonia por un Teniente Abandonado: figuras militares y escenarios de guerra en la obra de Fernando Arrabal». En: María Dolores Burdeus, Elena Real y Joan Verdegal, eds., Las órdenes militares: realidad e imaginario, Castelló de la Plana, Universitat Jaume I, Col.lecció Humanitats.2, 2000, 633-648).
La persecución del teniente Fernando Arrabal repercutió en sus propios familiares biológicos más cercanos: su padre, afectado por una grave manía persecutoria, un tío (Rafael) condenado a muerte y ejecutado en Palma y otro (Ángel), también condenado a muerte en Barcelona, conmutado, pero finalmente muerto en una operación quirúrgica (1959). Su esposa, Carmen Terán González, y sus hijos (Carmen, Fernando y Julio) quedaron a la meced del destino. Carmen Terán volvió a Ciudad Rodrigo («Villa Ramiro» en la ficción), para dejar allí a sus tres hijos al arrimo de los abuelos maternos. Así pudo preparar y aprobar una oposición de secretaria en el Ministerio del Ejército del Aire, que le permitiría mantener a la fratría, con su trabajo en Burgos. El futuro escritor tenía entonces cuatro años. Fue al colegio de las Teresianas, donde recibió el amparo de «la Madre Mercedes» (Mercedes Unceta), recordada como el hada madrina de un niño desvalido y despierto, figura solar en aquel mundo de tinieblas que era la sociedad local. Arrabal dejó Ciudad Rodrigo al trasladarse su madre a Madrid, por motivo laborales. La Capital fue una de tantas etapas de este mirobrigense de adopción, pequeños exilios que lo propulsarían a un reconocimiento universal, consumado en París, aunque nunca renunciaría a su dolorosa españolidad.
Al rememorar sus primeros pasos escolares en el aludido discurso, Fernando Arrabal mencionó a un dotado compañero de infancia: Teodoro Morollón Cejudo…