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… el pensamiento automático ¿es loco y amedrentador?

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Arrabal, el espíritu libre de las Letras

ABC    Fernando Conde

¿Hasta qué punto un chusco episodio mediático puede llegar a eclipsar la genialidad y hondura de un per sonaje?

En la mente de muchos españoles se conserva  aquel recuerdo vivido: un hombre trompicado en medio de un plató de televisión; un San Pablo beodo y enredado en el piafé de sus propias palabras; un díscolo desentonando la canción de lo políticamente correcto; un heterodoxo mordiéndole las pantorrillas a la ortodoxia.

Como un árbol despojado de toda majestad y hendido por el rayo (al igual que su propia «torre» o como el olmo de Machado) del exceso. Un árbol que como el sauce, cuanto más majestuoso, más deja caer sus ramas hacia el suelo. Y, sin embargo… un árbol que, quizá, haya impedido siquiera intuir el frondoso y fértil bosque que se esconde tras lo trivial, lo circense, lo grotesco de una figura y una compostura.

Fernando Arrabal, protagonista (quién sabe si voluntario o no; con Arrabal nunca se sabe) de aquel recuerdo, es ese árbol al que el rayo de Baco fulminó una noche ya lejana, en otoño del 89. Un espíritu libre en el más libre de los sentidos, un hombre único, singular, extraordinario. Un escritor de huella profunda, un río alimentado por infinitos afluentes, un ser distinto con un estar distinto. En cierto modo, un «hápax», que en griego clásico quiere decir «lo que sucede una sola vez».

Resultaría muy torpe quedarse en ese «arrabal» y no penetrar en la ciudad y conocer la riqueza y ornamentación de su mercado teatral -tal vez el más representado en nuestra lengua en las últimas décadas-, el rupturismo de su novelística, el color afrancesado y chic de su cinematografía, o la prolijidad -también excesiva- de sus versos. Porque Arrabal va, como sólo los locos o los dioses van, del exceso a lo excelso. Su producción literaria es casi un imposible.

Como un Lope ultramoderno pareciera ocupar todas las horas en escribir. Cómo explicar si no una obra en trance de inabarcable dimensión. Arrabal es además un lenguaraz ácido, un inconformista crítico y cítrico. Clarividente casi siempre, con la suficiente autoridad para denunciar la impostura desde cualquier página, en cualquier circunstancia; como cuando en su libro Un esclavo llamado Cervantes se atreve a lanzar este preterible: «En España, si hubiera existido el Premio Cervantes en el siglo XVII, se lo hubieran dado a Alonso Fernández de Avellaneda, el autor del falso Quijote. Cervantes no lo hubiera merecido».

Alabado por sus contemporáneos

Pocos autores pueden presumir de haber obtenido el aplauso de sus iguales y haberse ganado el respeto de sus contemporáneos. Pocos han merecido -y cosechado- la alabanza de otros colegas. Aleixandre, Beckett, Kundera, Ionesco, Goytisolo (Juan), Luis Alberto de Cuenca, Jodorowsky o Houellebecq son algunos de los nombres que se han rendido a la literatura y el pensamiento de este mirobrigense nacido en Melilla. Una pléyade de admiradores conformando un babel en el que las lenguas se confunden para amalgamar una admiración unánime.

Mientras tanto, Arrabal espera al futuro amarrado a su pluma. Un futuro que, como sucede casi siempre, nos dará la justa medida de sus méritos. Mientras tanto, Arrabal juega a la espera, a esperar que alguien de su estatura muera y le preste el frac de recoger los grandes galardones. Pero de momento, a los Nabokov y Nadales ya puede sumar otro de largo alcance, el que le sitúa, como a aquel buda en una lejana noche de televisión, en el sillón de las Letras de los Premios Gabarrón 2013.

Torpe juicio el de quienes se quedaron en los arrabales de Arrabal, porque en él todo es puro núcleo, médula nutricia, corazón de tinta que nunca acabará de secarse. Y si no, tiempo al tiempo.