GORDON CRAIG, mai 29, 2015.
Pingüinas.
« Catharsis panique ».
De Fernando Arrabal.
Con: María Hervás, Ana Torrent, Marta Poveda, Lara Grube, Ana Vayón, María Besant, Lola Baldrich, Alexandra Calvo, Badía Albayati, Sara Moraleda y Miguel Cazorla.
Movimiento escénico y coreografía: Marta Carrasco.
Escenografía: Emilio Valenzuela.
Dirección: Juan Carlos Pérez de la Fuente.
Madrid. Naves del Español. Sala Fernando Arrabal.
Arrabal es con seguridad el más internacional de nuestros autores de teatro vivos, uno de los de mayor prestigio y calidad y el eslabón insoslayable que conecta la escena actual en lengua española con los grandes movimientos teatrales de principios de siglo: Artaud y el « teatro de la crueldad », Grotowsky, o los grandes autores del absurdo, y sin embargo, no podemos decir que, excepción hecha de Pérez de la Fuente que ha llevado a la escena varias de sus obras, se prodigue en nuestra cartelera. Con Pingüinas, encargo del propio Pérez de la Fuente para conmemorar el cuatricentenario de la publicación de la segunda parte del Quijote, vuelve afortunadamente a nuestros escenarios, fiel a sí mismo y a su fama de “outsider” transgresor, excéntrico y visionario.
Esta fantasía o ensoñación, no de otra forma podría clasificarse Pingüinas, es un diálogo sostenido entre los universos cervantino y arrabaliano conectados a través del tiempo por un hilo conductor, el ejercicio de la libertad, que inspira tanto la vida como la obra de ambos autores y por el desarraigo (el exilio de Arrabal, nunca aceptado del todo por el “stablismen” cultural español y la marginalidad de Cervantes que, a su vuelta de su servicio en la milicia y del penoso cautiverio de Argel se vio desamparado en una España en decadencia, de truhanes y arribistas y aherrojada por prejuicios religiosos, de clase y de casta). No es casual en este sentido, que una de las escenas fundamentales de la obra sea una conmovedora evocación del cautiverio de Cervantes ni que las protagonistas de la obra, las mujeres en la vida del escritor (abuela, madre, esposa, hermanas, etc), irrumpan aquí y ahora, en pleno siglo XXI, metamorfoseadas en una troupe de aguerridas moteras (que reclaman para sí los apelativos de “panteras”, “lolitas”, “guerrilleras”, “cervantas” o “quijotas”) dispuestas reclamar sus derechos y a ponerse el mundo por montera.
La obra se articula en torno a un episodio central, correspondiente al capítulo XLI de la segunda parte del Quijote, la venida del caballo Clavileño y el viaje que a su grupa emprenden Don Quijote y Sancho por las esferas celestiales. De hecho empieza con esta “venida” de Clavileño, transformado para la ocasión en parte del ala de una aeronave, con la enseña de Europa visible en los restos del fuselaje, que cae con estrépito para incrustarse entre unas rocas y que permanece ahí durante toda la representación como el único elemento de la escenografía y como símbolo quizá de la decadencia de nuestra civilización tecnológica. Pero la obra no se ciñe a esta anécdota concreta. Ésta no es sino el aglutinante de un conglomerado de ideas, alusiones y opiniones en torno a la vida y la obra de Cervantes junto a las cuales reaparecen los grandes temas que han obsesionado a Arrabal desde la época fundacional de su “teatro Pánico” y que tienen que ver con una crítica furibunda -desaforada, podríamos decir, para utilizar un término cervantino- al sistema ético y estético tradicional de valores encarnados en la familia, la religión (católica), el patriotismo u otras instancias o agentes sociales de adocenamiento y de represión, explícitos o subliminales.
La elección de los personajes, diez mujeres “contra” un único personaje masculino ya da una idea de la importancia concedida por Arrabal al elemento femenino en la vida de escritor. El nombre elegido para ese personaje, Miho (¿“mi hijo”, con “h” aspirada?) referido a Cervantes acentúa el predicamento del que goza su madre, Leonor, trascendida en un plano simbólico en “Madre Amantísima”, en esa mezcla de lo sacro y lo sacrílego que caracteriza el estilo arrabalesco. Leonor (espléndida Lara Grube) protagoniza una de las escenas de mayor dramatismo de la obra en su intento frustrado de liberar a su hijo de la prisión. Junto a ella acaparan los papeles principales la abuela, Torreblanca (María Hervás), su sobrina Canstanza (Marta Poveda) y su hermana monja, Luisa de Belén (Ana Torrent). Las dos primeras, junto al resto de moteras encarnan de alguna manera el mismo espíritu de rebeldía, el deseo de ser libres en la búsqueda del amor y de la felicidad que ya estaba presente en personajes como la pastora Marcela o la Gitanilla. Entre otros, reivindican también de manera reiterativa y ostensible, manifiesta en su lenguaje descarado y arrabalero y en sus gestos obscenos, el derecho a una sexualidad libre de trabas. (Y me arrepiento de haber escrito “obsceno” para hacer referencia a las poses y gestos provocativos de las Pingüinas, por haber caído en una trampa semántica fruto de la moral dominante, una de las muchas trampas que Arrabal no se ha cansado de desenmascarar a lo largo de su dilatada carrera de escritor). Una sexualidad, digo, de burdel, como evocación, de intención ambigua, de la casa de mala reputación que regentaron en Valladolid dos de las hermanas de Cervantes, Andrea y Magdalena (las “Cervantas”). Frente a ellas, como contrapunto, o como figura dramática de antagonista se sitúa Luisa de Belén, santa, mártir y virgen, como la califica Constanza, encarnación de una dudosa racionalidad cuyos raptos místicos y cuyo lenguaje sentencioso y enigmático trae de cabeza a sus compañeras de fatigas.
Para calificar el montaje en su conjunto no se me ocurre otro calificativo que el de espectacular. No hay elementos luminotécnicos, sonoros, visuales, cibernéticos y hasta pirotécnicos de los que no se sirva Pérez de la Fuente -perito en barroquismo-, en su intento de captar y transmitir la esencia de un texto que está reclamando a gritos el volcado escénico de su carga simbólica. Desde este punto de vista -y aunque es plausible pensar que alguien considere desmesurado este derroche de medios técnicos-, ese despliegue quedaría justificado, así como el tratamiento del lenguaje, el movimiento escénico y la expresión corporal, llevados a límite de autómatas gesticulantes y convulsos, en virtud de las exigencias de un texto caudaloso, ambiguo, proteiforme, caótico y lleno de contrastes; de ahí que el rugir de las motos alterne con el timbre metálico del sonido del ordenador de a bordo que da sus últimas boqueadas entre chispazos y cortocircuitos, con la deformada imagen de los hologramas, con el estruendo y la solemnidad del órgano que acompaña la entrada triunfante del escritor portando el yelmo de Mambrino o con la música celestial que acompaña la bellísima estampa de las danzantes giróvagas mientras persiguen la trascendencia en el éxtasis.
Gordon Craig.
Pingüinas en Las Naves del Español.
Publicado por Doctor Brigato en 5/29/2015
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