…un autre arrabalesque: par pure contradiction le moment ne me semble pas venu de déployer le tapis rose bombon

104e ANNIVERSAIRE DE  l’OCCULTATION D’ALFRED  JARRY

EL IMPARCIAL  (Martín-Miguel Rubio Esteban doctor en Filología Clásica ):

« … F3oológico, no menos ortodoxo que los de José de Valdivieso, adaptados también a la mundivisión de sus tiempos barrocos, es el Cementerio de Automóviles, actualización del sacrificio salvador de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, en donde vuelven los viejos y eternos temas de la redención del hombre a través de la entrega total del Redentor o Chivo Expiatorio a la causa de la dignidad sagrada del hombre, en una época en que el materialismo histórico y el ateísmo cientificista eran las incontestables verdades canónicas. Agnus Dei qui tollis peccata mundi, dona nobis pacem. El Arquitecto y el Emperador de Asiria representa el mayor varapalo que se ha dado en el teatro a la filosofía estrella, con ilusiones terapéuticas y de holismo antropológico, de aquella época en la que se estrenó: el psicoanálisis freudiano.

El Laberinto, del que hablaremos un poco más por ser una pieza injustamente menos conocida, se desarrolla en un parque ( en gr. parádeisos, de donde viene la edénica voz del Paraíso, y aquí, en esta pieza arrabaliana, estamos en otro jardín de los intermundia ) que forma un laberinto alegórico, inacabable, a través de una incesante multiplicación de innúmeras mantas tendidas a secar que forman pasillos o corredores de kilómetros y kilómetros y que se mantienen colgadas sobre cadenas inverosímiles, dando el aspecto de otro ámbito más del infierno dantesco sin Virgilio. Dos hombres, a mitad del camino de la vida, Esteban y Bruno, que acaban de liberarse de unas esposas que los tenían atados por los pies, se encuentran perplejos ante su destino, un destino aparentemente incomprensible, al lado de un retrete del que un Bruno eternamente sediento intenta beber agua y en medio de una disparatada multiplicación laberíntica de mantas tendidas. El dios de este Reino es Justino, el padre de Micaela, quien aparentemente loca describe la lógica abstrusa mediante la que gobierna su padre aquel mundo: “Ya le he dicho que mi padre lleva un orden riguroso en los asuntos a tratar. Esto en ocasiones le lleva a resolver problemas que a nosotros nos parecen banales, dándoles prioridad sobre otros que nosotros suponemos más transcendentales. Esto no obedece nada más que a la diferente escala de valores que tenemos nosotros en relación con mi padre (…) Mi padre tiene una escala de valores diferente y que da las preferencias siguiendo un sistema riguroso e impenetrable que a pesar de su absurdidad, en principio, resulta el mejor a la larga, como he podido comprobar miles de veces”. Es evidente que Justino nos recuerda mucho a ese Dios que escribe derecho con renglones torcidos. Esteban pregunta aterrado cómo salir de su destino vital ( el laberinto ), y Micaela, implacable, le responde:

– Si no tiene muchísima suerte, o bien la ayuda directa de mi padre, no cuente salir jamás.

Efectivamente, los hombres nos perdemos con frecuencia en esta vida en el laberinto de los malentendidos del padre. Pero aunque nacemos en unas circunstancias concretas ( el laberinto ), los hombres no estamos del todo determinados, mantenemos un espacio de libertad inabordable para los demás, y un buen número de nuestras acciones son morales, porque son libres, aunque el uso de elecciones anteriores nos vaya autodeterminando y cerrando las alternativas. “Tiene dos posibilidades: o bien esperar su turno en el tribunal central — quizá tenga que esperar varios meses — o bien ser juzgado rápidamente por el tribunal de urgencia que le tratará como le digo con un gran rigor, mucho más teniendo presente el asunto de sus esposas. Dígame lo que prefiere.”

Aunque la obra tiene evidentes guiños al Proceso, de Kafka, nuestro españolísimo Fernando Arrabal se atreve a sacar conclusiones que al tímido solitario de Praga y delicadísimo convaleciente en los Montes Tatra no se le ocurrió. Todo hombre es consciente en la vida de que estará ante un insoslayable proceso de tipo legal. Todos nacemos con la hiperestésica conciencia del pecado original en el alma, y el miedo de las consecuencias de nuestro pecado efectivo nos hace padecer una intolerable desconfianza hacia la justicia y la ley.

Fernando Arrabal ha recreado aquí de nuevo el Paraíso en donde el hombre, una vez más, miente al padre, una y otra vez, no reconociendo su pecado más definitorio, el pecado original, que fundamenta toda humanidad, hiriendo al hombre in aeternum. De nuevo nos encontramos ante un nuevo auto sacramental arrabalesco, el auto sacramental del pecado original, en donde los criados del padre son los celosos ángeles que nos arrojan del Parádeisos: “Hay que tener en cuenta la extremada susceptibilidad del criado que sólo tolera servir a los de la casa pero no a extraños, lo cual es lógico”. Dice Micaela, trasunto sin duda del Arcángel San Miguel.

Aunque Esteban, que personifica aquí al género humano por antonomasia, afirme que “Yo sí que me salvaré, soy inocente, no tengo ninguna falta”, no para de mentir al disparatado juez de Dios, que, aunque disparatado por su porte, no le impide ser justo.

En realidad, Arrabal nunca ha sido surrealista; su agudísimo dolor moral de tipo teológico y su infinito desprecio al psicoanálisis que se nos revela atroz en una obra como El Arquitecto y el emperador de Asiria, impiden poder calificarlo así. El surrealismo es un morbo gálico que no ha padecido Arrabal. Al contrario, Arrabal nos revela de la forma más elefantiásica las características del alma española, que “corruptora del gusto” para toda la Europa refinada de los siglos XIX y XX, jamás padeció, sin embargo, la enfermedad de la guillotina, la amputación sistemática de los dedos pulgares de las indias canadienses — senecas e iroqueses — para que no compitieran con la industrial textil inglesa, ni los campos de exterminio de los tan bien organizados y generosos germanos. En la oquedad del alma europea, un cadáver puesto en pie, resuena como un eco bronco la obra inmortal de Fernando Arrabal, que mantiene indemnes los manes patrios anteriores a Westfalia.

Es curioso que los habitantes de “destierrolandia” ( la patria actual de Fernando Arrabal ) suelan tener mejor oído para oír el rumor freático del alma de la patria, de la historia del alma de la patria, de su linaje y prosapia. Y es probable que junto a Buero — que vivió su destierrolandia en las cárceles de Franco -, Fernando Arrabal sea el autor dramático más español del siglo XX. Y el hecho de que sus mejores obras las haya escrito en francés es pura anécdota… »