Como plato principal
(Los parados sufren la más trágica y escandalosa injusticia de hoy. Para denunciarla me inspiro de la feroz sátira « Modesta proposición para impedir que los niños de los pobres… » que Swift escribió hace 270 años.)
Qué latosa se ha vuelto la vida (¡y la veda!) en los países más prósperos. Nos sentimos acorralados por parados dispuestos a apuntarnos con la mano tendida. ¡Qué manera de importunar al ciudadano menos chinchoso! Con sus problemas (¡privados!) terminan por enojarnos a todos. Y muy especialmente a los solidarios (¡de mentirijillas!) sindicatos oficiales. ¿A quién puede sorprender que les « ninguneen » a la hora (¡y siempre es diana!) de sus manifestaciones, reivindicaciones y huelgas?
Creo que la mayoría está de acuerdo para reconocer que el paro es una deplorable función. ¡Y de balde!
El hombre de bien se pregunta: « ¿Qué se puede hacer para que los parados sirvan al interés general, o consigan incorporarse a la vida social? ¿Cómo impedir que estos seres, incapaces de asegurar su subsistencia, representen sistemáticamente la misma escena de rositas? »
Un brillante (y tunante) político ha dicho, con razón:
« El que acierte a dar con la solución merecería una estatua ».
He reflexionado sobre este tema capital (precisamente en el arrabal de la capital) y he examinado los diversos recursos. Debo advertir que muy a menudo he encontrado tremendos horrores y errores de cálculo y hasta de báculo.
Si la madre del parado siguiera amamantándolo (como algún mandón ha sugerido), es cierto que este complemento alimenticio, sin vicio, impediría su inanición ¡a dieta! Pero ¿sería razonable imaginar que una mujer pueda seguir dando, de hecho, el pecho a su hijo a la edad que normalmente tiene un parado? Según las más fiables (y nada friables) estadísticas, su edad oscila entre la adolescencia y la senectud. ¡Qué latitud y qué lasitud!
Es muy cierto que podría impulsarse una solución, para nuestros países ricos y micos: la mendicidad. Siempre que fuere amparada por una estricta o extracta reglamentación. Con la creación de zonas limpias, seguras y alejadas de los barrios finos (o de vinos), y con la multiplicación de horarios fijos y botijos. Pero se olvida a menudo que el parado (como el abogado o el potentado) no sólo se alimenta sino que además tiene que vestirse. La praxis (¡axiomática!) ha mostrado que unas simpáticas botas de papel periódico, a pesar de su originalidad estética, soportan con mucha dificultad un simple aguacero.
Desgraciadamente la madre parada, con harta frecuencia, aborta, deteriorando con ello la sana energía moral de toda una sociedad. Sacrifica con su feticidio a una inocente criatura, y tan sólo para evitar gastos, gestos y vergüenza. Práctica « que arranca lágrimas del corazón más salvaje o inhumano » (Jona-than Swift).
Son millones el número de parados en nuestros países opulentos (¡no hablemos de los demás!). ¿Cómo asegurar el porvenir de tamaña multitud inútil? O por lo menos ¿cómo conseguir que no se conviertan en una insoportable carga (larga y amarga) para el resto de los ciudadanos?, ¿cómo evitar que se transformen en un vivo reproche contra los sindicatos más combativos y divos?
Se ha comprobado que los parados no pueden vivir de la corrupción, de la rapiña, del banditismo, de la droga o de la prostitución. Las únicas veces que, abocados y avalados por la necesidad, se han propuesto abrazar la dificilísima ciencia de la delincuencia, lo han hecho de forma torpe y deslucida: a todas luces nada profesional.
Por otra parte la tentativa para inscribirles en las cotizaciones de la Bolsa ha sido infructuosa: como la Osa (tanto la mayor como la menor), es un producto que no se puede negociar.
Mi proposición (que tanto debe a la « Modesta memoria » de mi venerado maestro irlandés), estoy convencido de que no levantará objeción alguna:
Los parados pueden y deben constituir la base y el plato principal de nuestra alimentación.
La vianda de parado puede y debe sustituir las carnes impropias al consumo, debido a la epidemia de « las vacas locas ».
El filete de parado puede y debe componer el mejor manjar de nuestra cocina: nutritivo, suculento y ¡sano!
Se podrá asar con salsa verde, cocer al baño María, trufar con tumbos de olla, estofar con salpicón, tostar al pudding, adobar en pepitoria, empanar con papillas, preparar con migas, encebollar con caldillo, freír con pimientos, cocer en pepitoria, guisar con bartolillos, estrellar con gachas o ahornar al chicharrón. Cualquier rapingacha o tomatada le convendría, desde las más tradicionales hasta las de la « nueva cocina ». ¡De propina!
Es sabido que los revolucionarios más progresistas les abandonan por completo a su (mala) suerte. El individuo que cae en el paro (totalmente « desprotegido » y despotricado), se torna (¡qué deshonra!) libertario o ácrata. Por ello, cuando en los mercados veamos aparecer los pedazos de carne de parado sabremos que con ello se ha conseguido también otro triunfo: achicar el número de anarquistas (¡y antagonistas!) de nuestra sociedad.
Aquel que compre un parado podrá guardarlo en el congelador con sus congéneres. Y si es mañoso y mimoso confeccionará con la piel de su adquisición el guante más refinado (¡de finado!).
Convendría habilitar los antiguos mataderos con maderos a esta nueva mercancía de la melancolía. En ellos se podría cebar a los parados antes de su sacrificio. Naturalmente esta extremidad habría que realizarla de la forma más civilizada. Con hachas anestésicas a fin de reducir al mínimo el dolor. Confieso que todo lo que sea crueldad innecesaria sería para mi proyecto una gran contrariedad.
Entre los beneficios evidentes de mi solución cabe señalar entre otros los siguientes:
La riqueza pública (y el pibe PIB) de los países que apliquen mi sistema se verá aumentada de forma sustancial.
La exportación de carnes de primera calidad se incrementará y sin peligros ¡ni histéricos ni epidémicos!
Se aumentará el turismo nacional e internacional. Los restaurantes gozarán de una nueva clientela ávida de manjares originales.
La gastronomía vivirá su renacimiento azuzada por el prurito y el rito de enriquecer las minutas con nue-vos platos.
Ahora bien, yo no soy tan fanáticamente dependiente de mi opinión como para no aceptar otra. Siempre que el nuevo proyecto fuere tan inocente, barato, fácil y eficaz como el mío.
Gracias a mi sistema millones de criaturas de apariencia humana (los parados), lejos de acarrear déficits insoportables al presupuesto del Estado serán la garantía de equilibrio fiscal o de superávit.
Mi plan permitirá que a los humanistas (¡y a los rentistas!) nadie les pueda acusar de insolidaridad con el sector más indigente y desamparado de la sociedad, ¡puesto que habrá desaparecido!
Yo también puedo afirmar, como el autor de Viajes de Gulliver, que no tengo ningún interés personal en promover esta obra necesaria. E incluso añadir que no saborearé el renacimiento gastronómico que origine mi panacea nada fea: ¡Soy vegetariano! –