Deuxième (« et dernier »; bien sûr) récit inédit et apocryphe de Jorge Luis Borges écrit par Fernando Arrabal (en español y en francés).
JORGE Francisco Isidoro LUIS BORGES Acevedo est né précisément le 14 phalle de l’an 26 de l’Ère ‘Pataphysique (24 août 1899,v) à Buenos Aires, Argentine, et il s’est occulté le 28 merdre de l’an 113 de l’Ère ‘Pataphysique (14 juin 1986,v) à Genève Suisse;
…quelques semaines avant son occultation j’ai réalisé avec lui mon septième -et dernier- long-métrage: « Jorge Luis Borges une vie de poésie » (…en espagnol et en français)
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EL TRIUNFO DE UN ARRIBISTA
(Segundo y último relato inédito y apócrifo de Jorge Luis Borges escrito por Fernando Arrabal)
En el colegio Calvino de Ginebra, donde estudié el bachillerato, comprendí que los fanatismos que más debemos temer son aquellos que pueden confundirse con la tolerancia. Durante aquellos cuatro años en los cuales viví a la luz de la hoguera que quemó vivo al médico Miguel Servet en 1553 sentí un aborrecimiento por Calvino, el verdugo, tan irracional como la pasión que concebí por su víctima, Servet. Setenta años después, pero aún con estelas de aquella dicotomía de adolescente en mi mente, conocí a la investigadora del Instituto, Sophie Kelly. Tenía escasamente 35 años; era flaca, pálida, indiferente, trémula y disciplinada. No se daba con nadie; pensaba que la Historia había seguido un proceso esencialmente fútil y que el mundo era un reflejo lateral y perdido de la célula que examinaba en su microscopio.
Georges Maréchal era un triste compadrito desembarcado en el Instituto en 1960 sin más virtud que la infatuación de su arribismo. Nadie sin embargo le acusó nunca de soberbia ni de misantropía, y menos aún de locura, cuando, fiel a su maniaca voluntad de prosperar, le vieron en 20 años pasar de recadero a director, Que este advenedizo internado en los laberintos de la administración pudiera recibir el Premio Nobel parecía de antemano imposible. Toda su vida fue un fraude. No fue ni un traidor ni un parásito, sino un funcionario que sin haber pegado nunca su ojo a la lente de un microscopio se convirtió en un falso experto en biología.
Cuando se supo que había aparecido un virus que destruía las células necesarias a la inmunidad del organismo humano, todos los institutos del mundo trataron, en mil y una noches secretas, de localizar aquel escondido agente más mortífero que la navaja o el combate contra el tigre.
George Maréchal confió a Sophie Kelly la misión de hallar este virus. Intuyó en ella una indiferencia que parecía regida por el azar y que hacía de su investigación un insípido y laborioso juego en el cual el triunfo sólo sería una chispa surgida de un fuego fatuo.
La investigación biológica se hacía en un número indefinido y tal vez infinito de institutos diseminados por el mundo. Todos comunicaban entre sí por angostos sistemas de información concertados con una máquina cercada por una baranda en la cual se encontraba la memoria. Cada instituto disponía además de un horno que incineraba todos los desperdicios y que comunicaba con una alta chimenea, que algunos imaginaban tan solitaria en el paisaje como si les señalara el destino.
Hacía varios siglos el grupo de sabios y alquimistas (nombre con los cuales se conocía entonces a los investigadores) que formaban la Secta del Ardor afirmó que toda las formas de vida y de enfermedad se hallaban irremediablemente en las infinitas probetas que poblaban los laboratorios de los monasterios. Los sabios de la secta sabían que su trabajo era eterno y quizás atroz: pronto vieron que cuando encontraban la probeta capaz de combatir definitivamente una enfermedad, ésta era suplantada por otra peor. Previeron así el destino de la peste, el tifus, el cólera, la tuberculosis, el cáncer… Creían que Rueda Fortuna disponía de un laberinto de laberintos que abarcaba no sólo el presente y el pasado, sino el porvenir,y 7y7 y 24x24h. Aquellas creencias fueron olvidadas. No obstante, George Maréchal mandó quemar en el incinerador del Instituto todos los restos escritos de la secta por estimarlos pesimistas y disolventes.
George Maréchal administraba su Instituto sin buscar la verdad y ni siquiera la verosimilitud; sólo quería triunfar. Juzgaba que el éxito social era una rama de la ciencia ficción y que los investigadores encerrados en sus laboratorios como Sophie Kelly -con los que no tenía contacto apenas- buscaban infatigablemente sin saber que la Ciencia es la escritura que han creado los dioses menores para entenderse con los diablos.
Antes de que llegara al Instituto Sophie Kelly, unos investigadores inspirados por el surrealismo y Trotsky pero que paradójicamente se consideraban sucesores de la antigua Secta del Ardor afirmaron que el hombre había sido forjado por el azar y que todo cuerpo vivo, desde la célula del corazón hasta el bacilo de Koch, estaba formado por los mismos elementos (carbono, nitrógeno, oxígeno e hidrógeno) combinados infinitamente. También aseguraron que, desde el más microscópico virus hasta la célula humana, todo cuerpo disponía de su propia sabiduría. Esta sabiduría decían que estaba encerrada en un laberinto en forma de escalera de caracol. Escalera creada por infinitos peldaños cuya materia esta formada por cuatro únicas bases (A, T, C y G: ademina, tinina, citosina y guanina) perversamente repetidas. La singular manera con la cual cada ser vivo combinaba estas cuatro bases lo llamaron el código genético. Profesaron que no había dos códigos genéticos idénticos y arbitrariamente llamaron al conjunto gigantesco de todos los códigos genéticos conocidos el Repertorio.
La idea sorprendente de Sophie Kelly para hallar el virus responsable de la epidemia fue la de abandonar la investigación pura y la observación microscópica a fin de consultar el Repertorio. A George Maréchal, que se oponía a este método, Sophie Kelly le escribió que no había problema científico cuya elocuente solución no existiera en el Repertorio.
Abandonando su laboratorio de virología, Sophie Kelly , como una peregrina, salió a la búsqueda del código en el infinito Repertorio, sabiendo que el azar es más luminoso que la ciencia.
Fue en una noche iluminada por el resplandor de unos fuegos artificiales cuando Sophie Kelly descubrió el virus en las páginas VAL del Repertorio. Cuando George Maréchal se hubo asegurado que no había comunicado a nadie su descubrimiento, la estranguló y luego arrojó su cuerpo y sus notas (tras copiarlas) al incinerador del Instituto.
Un año después, un telegrama anunció a George Maréchal que había ganado el Premio Nobel por su descubrimiento del virus. Tuvo la impresión de que le anunciaban que era otro. Y que quizás Sophie Kelly era de algún modo él mismo. Pero a aquella desaforada esperanza sucedió una depresión excesiva que detuvo su corazón.
El final de esta historia ya sólo es referible en parábola, puesto que sucede en el paraíso. Cabe afirmar que George Maréchal conversó con Dios, pero Éste tampoco se interesa en la ciencia que le tomó por Sophie Kelly. De la misma manera, cuatro siglos antes, para la insondable divinidad, Calvino (1) y Servet (el inquisidor y su víctima) formaban un solo ser.
1). Hace 32 años (en 2018) que se ocultó Jorge Luis Borges ; sus restos reposan en el cementerio Plain Palais, de Ginebra, junto a los de Calvino. Se eligió el lugar a causa de un árbol.
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LE TRIOMPHE D’UN ARRIVISTE
Deuxième (« et dernier »; bien sûr) récit inédit et apocryphe de Jorge Luis Borges écrit par Fernando Arrabal.
Au collège Calvin de Genève où j’ai étudié, j’ai compris que les fanatismes les plus à craindre sont ceux qui peuvent être confondus avec la tolérance. Durant ces quatre ans pendant lesquels j’ai vécu à la lueur des brasiers qui brûlèrent vif le médecin Michel Servet en 1553 j’ai éprouvé de la haine pour Calvin, le bourreau, aussi irrationnelle que la passion ressentie pour sa victime, Servet. Soixante-dix ans plus tard, mais encore dans le sillage de cette dichotomie d’adolescence dans mon esprit, j’ai connu la chercheuse de l’Institut, Sophie Kelly Quentin. Elle avait à peine trente-cinq ans ; elle était maigre, pâle, indifférente, tremblante et disciplinée. Elle ne se livrait à personne ; elle pensait que l’Histoire avait suivi un processus essentiellement futile et que le monde était un reflet négligeable et perdu de la cellule qu’elle examinait au microscope.
Georges Maréchal était un triste fanfaron qui avait débarqué à l’Institut en 1960 sans autre vertu que la fatuité de son arrivisme. Cependant personne ne l’avez jamais accusé d’être orgueilleux ou misanthrope, et encore moins d’être fou, lorsque, fidèle à sa volonté maniaque de réussite, on le vit en vingt ans passer de garçon de courses à directeur. Que ce parvenu profondément engagé dans les labyrinthes de l’administration pût recevoir le prix Nobel paraissait d’avance impossible. Toute sa vie avait été une tricherie. Il n’avait été ni un traître ni un parasite, mais un fonctionnaire qui, sans avoir jamais collé son oeil au verre d’un microscope, était devenu un faux expert en biologie. Quand on sut qu’un virus détruisait les cellules nécessaires à l’immunité de l’organisme humain, les instituts du monde entier tentèrent, pendant mille et une nuits secrètes, de localiser cet agent caché plus mortifère que le couteau ou le combat avec le tigre.
Georges Maréchal confia à Sophie Kelly la mission de trouver ce virus. Il pressentit en elle une indifférence qui semblait régie par le hasard et qui faisait de sa recherche un jeu insipide et laborieux dans lequel la réussite ne serait qu’une étincelle jaillie d’un feu follet .
La recherche scientifique se faisait dans un nombre indéfini et peut-être infini d’instituts éparpillés dans le monde. Tous communiquaient entre eux par d’étroits systèmes d’information en accord avec une machine entourée par une véranda et dans laquelle se trouvait la mémoire. Chaque institut disposait en outre d’un four qui incinérait tous les déchets et communiquait avec l’extérieur par une haute cheminée, que certains imaginaient aussi solitaire dans le paysage que si elle était désignée par le destin.
Il y a plusieurs siècles le groupe de savants et d’ « alchimistes » (nom sous lequel on connaissait alors les chercheurs) qui formaient la « secte de l’Ardeur » affirma que toutes les formes de vie et de maladie se trouvaient fatalement dans les innombrables éprouvettes qui envahissaient les laboratoires des monastères. Les savants de la secte savaient que leur travail était éternel et peut-être atroce ; bientôt ils constatèrent que lorsqu’ils trouvaient l’éprouvette capable de combattre définitivement une maladie, celle-ci était supplantée par une autre pire. Ils purent ainsi prévoir le destin de la peste, du typhus, du choléra, de la tuberculose, du cancer… Ils croyaient que la « Roue de Fortune » disposait d’un labyrinthe de labyrinthes qui embrassait non seulement le présent et le passé, mais bientôt aussi l’avenir. Ces croyances furent oubliées. Cependant Georges Maréchal donna l’ordre de brûler dans l’incinérateur de l’Institut tout ce qui restait des écrits de la secte , les estimant pessimistes et corrosifs.
Georges Maréchal administrait son Institut sans rechercher la vérité ni même la vraisemblance ; il voulait seulement réussir. Il jugeait que le succès social était une branche de la science-fiction et que les chercheurs enfermés dans leurs laboratoires comme Sophie Kelly – avec qui il n’avait presque aucun contact – œuvraient inlassablement sans savoir que la science est l’écriture qu’ont créée les dieux mineurs pour s’entendre avec les diables.
Avant l’arrivée de Sophie Kelly à l’Institut, quelques chercheurs inspirés par le surréalisme et Troski mais qui, paradoxalement, se considéraient comme les successeurs de l’ancienne « secte de l’Ardeur », affirmèrent que l’homme avait été créé par le hasard et que tout corps vivant, depuis la cellule du cœur jusqu’au bacille de Koch, était constitué des mêmes éléments : carbone, nitrogène, oxygène et hydrogène, en des combinaisons infinies. De même ils assurèrent que depuis le plus microscopique virus jusqu’à la cellule humaine, tout corps disposait d’un savoir propre. Ce savoir disait qu’il était enfermé dans un labyrinthe en forme d’escalier en colimaçon. Escalier constitué par une infinité de marches dont la matière n’était formée que par quatre bases nucléiques (a-t-c-g : adénine, thymine, cytosine et guanine) perversement répétées… La façon particulière dont chaque être vivant combinait ces quatre bases, ils la nommèrent code génétique. Ils professèrent qu’il n’y avait pas deux codes génétiques identiques et arbitrairement ils nommèrent le gigantesque ensemble de tous les codes génétiques le Répertoire.
L’idée surprenante de Sophie Kelly pour trouver le virus responsable de l’épidémie fut d’abandonner la recherche pure et l’observation au microscope afin de consulter le Répertoire. À Georges Maréchal qui s’opposait à cette méthode, Sophie Kelly écrivit qu’il n’existait pas de problème scientifique dont on ne puisse trouver l’éloquente solution dans l’infini Répertoire, sachant que le hasard est plus éclairant que la science.
Ce fut au cours d’une nuit illuminée par l’éclat de feux d’artifice que Sophie Kelly découvrit le virus dans les pages « VAL » du Répertoire. Quand Georges Maréchal se fut assuré qu’elle n’avait communiqué à personne sa découverte, il l’étrangla puis jeta son corps et ses notes (après les avoir recopiées) dans l’incinérateur de l’Institut.
Un an plus tard, un télégramme lui apprit qu’on lui décernait le prix Nobel pour sa découverte du virus. Il eut l’impression qu’on lui annonçait qu’il était quelqu’un d’autre. Et que peut-être Sophie Kelly était lui-même, en quelque sorte. Mais à cet immense espoir succéda une trop violente dépression qui provoqua un arrêt du cœur.
La fin de ce récit ne peut être rapportée qu’en parabole, car elle se déroule au paradis. On peut affirmer que Georges Maréchal s’entretint avec Dieu, mais Celui-ci s’intéresse si peu à la science qu’il le prit pour Sophie Kelly. De même, quatre siècles auparavant, pour l’insondable divinité, Calvin[1] et Servet (l’inquisiteur et sa victime) ne formèrent-ils qu’un seul être ?
Fernando Arrabal
[1] Il y a trente-deux ans que Jorge Luis Borges s’est occulté (en 1986) ; ses restes reposent au cimetière Plain Palais à Genève, près de ceux de Calvin. L’endroit a été choisi à cause d’un arbre.