Es heredero de Goya y los monstruos de Velázquez porque ha querido parecerse a ellos físicamente y porque emerge del siglo barroco haciendo una población de españoles cainitas o de individuos abstractos que ni siquiera son españoles. Ahora ha pasado por Madrid para enterrar a su amigo Cela, que siempre le echó una mano, como buen herborizador de raros y geniales, y para estrenar su Carta de amor, que es al fin el gran compromiso que estaba necesitando María Jesús Valdés para ser tan primera, y que nunca le dieron. Es de la raza de los exiliados natos, que se van de España por crímenes como el que aflige a Redondo Terreros, y luego olvidan el camino de vuelta o vuelven mal y se equivocan. Es de la tertulia de Moratín y Blanco Withe.
Lo que Fernando Arrabal ha hecho es incardinar el enano velazqueño en el mendigo metafísico de Samuel Beckett, recuperando el surrealismo que apagaba sus farolas en París para darle el nombre pánico. Está con Adamov, Ionesco y el citado Beckett en la sinagoga del teatro del absurdo, que es el teatro menos absurdo y más razonable que se ha escrito nunca. El desnudó a Nuria Espert en el cine para embellecer y latigar la imagen de su madre, que ahora vuelve en María Jesús Valdés como un referente dramático y personal, pero también, creo yo, y sobre todo como un referente artístico y estético que resume y enriquece la impiedad del mundo, porque ese mundo del que jamás sale el hombre es la mujer.
Muerto sin sepultura como estaba el teatro español, ha bastado el latigazo de azufre, el deslumbramiento oscuro de la prosa de Arrabal, en un falso monólogo, para que toda nuestra escena se levante clamorosa y vuelva a ser. No faltaban subvenciones ni montajes ni ideas ni lanzamientos. Faltaba el hombre, como siempre, faltaba el autor, Fernando Arrabal, que vive el síndrome del exilio o síndrome de Estocolmo paseando su desprecio de español de clase baja ilustrada por los mercados de París.
Arrabal, aparte vivencias personales, es el testimonio más difundido, visible y cariacontecido de que el español sigue siendo un exiliado de nacimiento, como estos grandes incluseros de España. España es invivible y en la capilla ardiente de Cela, con la jet de la cultura y la gran moda, nadie conocía a Fernando Arrabal, con lo que el acto se quedaba provinciano porque España era él y nosotros los exiliados en Madrid como en el centro del mundo. Cuando el último Premio Cervantes, el 12 de diciembre, levanté la voz para votar a este español españolísimo y sólo me secundó Cela, como era de esperar: «Me adhiero, casi con violencia, a las agudas palabras de Francisco Umbral». Los latinoamericanos me dijeron que no lo conocían porque escribía en francés. Y entonces Cela: «Arrabal sabe menos francés que Picasso y Picasso hablaba el francés como un guardia civil de Gerona». O sea que de francés nada. Le traducía su mujer y luego le tradujo el mundo. Arrabal ha levantado su ceremonia de la confusión lírica en el más estricto espacio museal de Madrid. A ver si en el próximo entierro alguien le da recuerdos para Moratín.