Pingüines d’Arrabal est un saut périlleux de l’espace-temps, où des femmes d’aujourd’hui, libérées, motardes, « easy riders », pénétrées intérieurement par le dieu Pan et l’esprit de Cervantès, s’élancent sur la route en quête d’un but.

Fernando Arrabal

por Ángel Esteban Monje (EL PULSO. España) 25 mayo, 2015

Foto : Javier Naval
Lo que han presentado Fernando Arrabal y Juan Carlos Pérez de la Fuente en el Matadero es un salto mortal del espacio-tiempo, donde mujeres de hoy, liberadas, moteras, “easy riders” embebidas por el dios Pan y por el espíritu de Cervantes, se lanzan a la carretera en busca de un fin. Lo que se celebra en la sala recientemente bautizada con el nombre del dramaturgo melillense es una eucaristía pánica. Diez mujeres montadas en sus motos como faunos furibundos se encuentran en la ensoñación, unidas espiritualmente las diez cervantas solteras (menos la esposa), persiguiendo la vía mística.

“Pingüinas” es un baile dialéctico en proceso orbital, giróvago; es una síntesis hegeliana aupada por el surrealismo de corte daliniano. Dos épocas. Mitad mujeres, mitad máquinas. Mitad hembras, mitad animales. Mitad corpiño, mitad vaquero. Incluso, primera parte: caos; segunda: orden giratorio. Es la materialización de la ambigüedad y la conjunción del lenguaje más bajo, con el más lírico y culto.

El texto es llevado por tres de la pingüinas. Ana Torrent, como Luisa de Belén (la hermana monja), propondrá el equilibrio y la mesura, además del camino hacia ese casamiento que todas desean y que ella disfruta ya. Luego, Marta Poveda, vuelve a ofrecer sus capacidades dramáticas (igual que en “Los cuentos de la peste“) con su fuerza oratoria, que se une a María Hervás, como Torreblanca (la abuela), una verdadera líder, un torbellino que canta y baila, que esputa improperios como una macarra sin freno y que se desplaza por el escenario con la energía de alguien dispuesto a cualquier desafío. Ellas tres van trenzando el ritual con un lenguaje posmoderno en el que lo vulgar, lo lúbrico y lo escatológico (como corresponde a la moda literaria de finales del XVI a la que se apuntaron Mateo Alemán, Quevedo y el propio Cervantes) llega a ser vitriólico. Arrabal emplea más el conceptismo quevedesco y satírico para criticar escépticamente a la sociedad actual, que la prosa cervantina, más seca. Aunque es enormemente difícil captar cada uno de los juegos de palabras, de las ironías y dilogías que van trufando las frases, el diálogo fluye entre agudezas que se tienen que pillar al vuelo. La escatología, en definitiva, se muestra en ambos sentidos. De todas formas, es evidente que Fernando Arrabal no ha podido escribir este texto en solitario. No puede ser que un señor de ochenta y dos años esté al tanto de ciertas innovaciones tecnológicas o usos populares de la actualidad. Por momentos recuerda a la “Bola de cristal” en la mezcla de referencias. Su ingenio es inagotable.

Más adelante llegan las siete pingüinas restantes, aunque únicamente disfrutarán de relevancia dos de ellas: Sara Moraleda, como la hija que tuvo Cervantes con Ana Villafranca de Rojas, que se presenta orgullosamente en defensa de su propia legitimidad; y Lara Grube, en el papel de madre. Con esta última asistimos a uno de los momentos más delicados. Nos adentramos en la segunda parte, enormemente lírica, en plena evocación del hijo cautivo en Argel, pendientes de reunir el dinero del rescate. Él, mientras, intenta escaparse en varias ocasiones, de ahí el movimiento en escena de Miguel Cazorla, encarcelado en un miriñaque metálico hasta el cuello. Su madre le reclama, recitando, desesperada. A partir de ahí, en otra síntesis de mística teresiana e islámica, mediterránea, las pingüinas se transforman en “dervichas”, trasmutando la estética motera en una sencilla composición orbital en busca de su “casamiento”.

Un aspecto que está muy presente en la obra, como corresponde a una función de teatro pánico, es el sueño, el surrealismo, que vuelve a formar parte de esa dialéctica de la que venimos hablando. Entronca con el “somnium” de finales del XVI (Justo Lipsio y luego Quevedo), ese tipo de diálogo con aires lucianescos y repleto de cinismo en el que puede ocurrir cualquier cosa y, a la vez, se aprovecha del tipo de surrealismo que en España han desarrollado Lorca, Dalí y Buñuel, cada uno con matices muy peculiares, pero que influyen en nuestro dramaturgo. No hay que olvidar por dónde circundaba su anterior texto (“Dalí versus Picasso“); ciertamente inferior a “Pingüinas”.

Aunque el texto en sí ya posee una potencia arrebatadora, qué duda cabe que la escenografía de Emilio Valenzuela es igualmente potente. Ver volar a Cervantes como un planeta en órbita o apreciar las proyecciones sobre los escombros que se alzan en el centro del escenario, impresiona. Además, el vestuario, tanto en la primera parte, con ese híbrido entre vaquero de motera y corpiño de doncella del XVI; como en la segunda parte, con los vestidos blancos sobre los miriñaques listos para el baile giróvago, demuestran el buen hacer y el gusto de Almudena Rodríguez Huertas.

Todos los elementos juegan a favor de Arrabal y Pérez de la Fuente. En el Matadero se ha pergeñado una obra vanguardista que agita la escena española. El riesgo, la indagación artística y el esplendor estético deben regresar a los teatros, si no queremos caer en el puro convencionalismo. Con “Pingüinas” se ha dado un paso más allá.

* Pingüinas

Autor: Fernando Arrabal

Dirección: Juan Carlos Pérez de la Fuente

Reparto: María Hervás, Ana Torrent, Marta Poveda, Lara Grube, Ana Vayón, María Besant, Lola Baldrich, Alexandra Calvo, Badia Albayati, Sara Moraleda y Miguel Cazorla

Movimiento escénico y coreografía: Marta Carrasco

Diseño de escenografía: Emilio Valenzuela

Diseño de vestuario: Almudena Rodríguez Huertas

Diseño de iluminación: José Manuel Guerra

Composición musical y espacio sonoro: Luis Miguel Cobo

Diseño de audiovisuales: Joan Rodón y Emilio Valenzuela

Asesoramiento acrobático: Escuela de Circo Carampa

Matadero – Sala Fernando Arrabal (Madrid)

Hasta el 14 de junio de 2015